Horacio Castellanos Moya, escritor salvadoreño, es entrevistado en la Revista Lateral por Nicole d Amonville Alegría

«La mutación de la lengua se produce en América Latina»

Nicole d’Amonville Alegría

Revista Lateral, diciembre de 2001, número 84


Después del interés suscitado por la novela de El asco. Thomas Bernhard en El Salvador (Casiopea, 2001), la obra de Horacio Castellanos continúa su entrada en el medio editorial español. Tusquets acaba de publicar El arma en el hombre. En la siguiente entrevista se realiza un recorrido por su biografía, la relación con el escenario político centroamericano y la influencia que esto ha tenido en el trabajo de un escritor donde la violencia se manifiesta como determinante rumor de fondo. Autor que comparte el nuevo escenario de narradores latinoamericanos publicados en España, Castellanos da cuenta de sus compañeros de viaje, de los autores que relee, de las relaciones entre novela y periodismo, y de las mutaciones del español dentro de un laboratorio donde el inglés ejerce un dominio cada vez mayor.

 

¿Cuándo empezaste a escribir narrativa?

Como a mis veinte años, pero sin ningún propósito de ser narrador. De pronto los relatos se fueron juntando y juntando, y me di cuenta de que tenía un libro. No me consideraba narrador, me consideraba un poeta que escribía relatos. No tenía sentido autocrítico para darme cuenta de que mi poesía era una calamidad. Entonces comenzó la guerra en El Salvador…

¿En el ’81?

La guerra desemboca en enfrentamiento abierto en el ’81, pero la conflictividad social viene desde el ’75. En el ’79 se hace muy grande, pero yo me he ido. En enero del ’79 me fui para Canadá.

¿Qué hiciste en Canadá?

Estudiaba inglés. Conocí a chicas. Entré en la Universidad, pero sólo un año.

¿Por qué Canadá?

No sé la ruta que me llevó allí. Fue muy extraño y como muy urgente. Mi abuela (hondureña) me tenía matriculado en Salamanca para estudiar derecho con toda la idea de que me hiciera abogado y heredara la clientela y la carrera política de mi abuelo, que no tenía hijos. Mi madre era hija única y mi abuelo era un político muy destacado en esa época en Honduras, pero para mí España era como volver a los curas. Lo último que se me hubiera ocurrido hubiera sido venir a España. La sola idea me parecía horrible. El mundo anglosajón se me hacía más interesante. Como no podía llegar hasta Londres porque no tenía dinero, llegué a Toronto.

Naciste en Tegucigalpa (Honduras), ¿de padres salvadoreños?

Mi padre, salvadoreño y mi madre, hondureña. Llegué a El Salvador a los cuatro o cinco años. Me recuperó mi padre. A mis abuelos (hondureños) no les hacía gracia mi padre porque era un hombre que venía de una familia de izquierdistas, mientras que ellos eran gente del Partido Nacional: mi abuelo era el presidente del Partido Nacional de Honduras (el partido de la dictadura). No les hacía ninguna gracia que su única hija, que recién venía de estudiar en Washington, se casara con un comunista (que no lo era mi padre, pero era la imagen que se tenía), con un salvadoreño que era exactamente veintitrés años mayor que ella. Digamos que nací en medio de ese conflicto. Una familia hondureña de derechas, muy conservadora, y una familia de izquierdas en El Salvador, con muchos profesionales liberales, comunistas varios de ellos… Una veta de mi familia fue del Partido Comunista en términos orgánicos: mi primo hermano Raúl fue su secretario general en algún momento. Murió. (Silencio) Esas dos familias y esos dos países se fueron a la guerra en el ’69. Te puedes imaginar… Ahí aprendí a simular, seguramente (risas).

Tus primeros seis libros están marcados por la guerra…

Porque la guerra, tienes que darte cuenta, duró en El Salvador lo que han durado dos guerras mundiales. Sí, cada guerra mundial fueron cuatro o cinco años. En un país tan pequeño todo es muy intenso. Y aunque yo estuve en México la mayor parte de la guerra, uno vivía en función de la guerra, ya fuera como militante o como alguien muy preocupado por lo que pasa… Lo que escribes está relacionado con eso, o lo estuvo. ¿Por qué? Tu vida gira alrededor de eso. Puede que tengas una gran capacidad de abstracción y te pongas a hacer libros de ciencia ficción o de otra cosa, pero en términos de una literatura de ficción más realista, no puedes evitar lo que vives, ¿no?

Siempre hay violencia…

Mucha. En algunos cuentos los protagonistas pueden ser militantes de uno de los bandos, en otros no. No son libros con una postura a favor de uno de los bandos, aunque yo personalmente la tuviera en algún momento…

¿A diferencia de Guatemala, El Salvador vivió una breve efervescencia cultural después de la guerra?

Sí. Lo que pasa es esto. El Salvador vive una posguerra antes que Guatemala y con un sentido más positivo. ¿Por qué? Porque la guerra en El Salvador finalizó en un empate militar, con una negociación política en la que las dos fuerzas lograron grandes cosas y en la que no hubo vencedor. El vencedor fue el capital, por supuesto, pero eso era inevitable. Y el capital está identificado con un bando, pero no significa que, automáticamente, por estar el capital identificado con ese bando es el que ganó políticamente. Prueba de ello es que el FMLN tiene más diputados que el otro bando, aunque éste tenga la presidencia de la República. De hecho, yo regresé a El Salvador en 1991, seis meses antes de que finalizara la guerra, precisamente para impulsar esa transición y para crear ese entusiasmo, para vivir ese entusiasmo, para…

¿En calidad de periodista?

En calidad de periodista y de escritor. A fundar medios.

¿Cuándo te dedicaste al periodismo?

Mi primer trabajo como periodista fue en 1978, tenía yo veinte años.

¿En qué medida el periodismo nutre o desnutre tu prosa?

Yo creo que molesta más que favorece a la literatura. A mí el periodismo me quita más de lo que me da.

¿Por la inmediatez?

Por la energía, fundamentalmente. El periodismo consume mucha energía por eso: la inmediatez, las urgencias, la velocidad. Y te sientes agotado para escribir una literatura que requiera alejamiento, panorámica, distancia…

Pero tus novelas y tus cuentos tienen un ritmo trepidante…

Hay velocidad y hay un tema de actualidad, pero yo espero que se puedan leer unos años después.

Hablemos de El asco (Thomas Bernhard en El Salvador). ¿Fue inmediata la fascinación con él?

En realidad no soy un fanático de Bernhard. Comencé a leerlo y me gustó mucho. Leí sus libros autobiográficos. Comencé con El sótano, El origen, y de ahí fui entrando a sus novelas. En algún momento leí una novela que se llama Maestros antiguos (Alianza): me golpeó mucho. Me di cuenta de que ése era el tono que yo necesitaba para contar ciertas cosas sobre El Salvador. Digamos que fue un ejercicio de pragmatismo, y no tanto de un gran fanatismo o una gran admiración. Era un reto de estilo, la óptica que yo necesitaba. Así fue. Cuando un autor tiene un tono, un ritmo, una visión del mundo, es decir, una voz muy muy definida, se te pega, como en la poesía con Vallejo, por decir algo. O con los heterónimos de Pessoa.

¿Qué otros escritores han influido en tus libros?

Yo creo que las lecturas son, en el caso de un autodidacta como yo, una ruta hacia los clásicos.

Comienzas en la actualidad para ir retrocediendo, retrocediendo, y vas encontrando los grandes filones de las influencias. Voy a ponerte un ejemplo. Tú lees a Henry Miller, que esos son los que se leen en la primera juventud, y Henry Miller te va a llevar necesariamente a Dostoievski, y Dostoievski te va a llevar necesariamente a la Biblia: un filón. Un filón breve. Tú lees a Kundera, Kundera te va a llevar a Diderot, Diderot te va a llevar a Lawrence Sterne, y comienzas a hacer las rutas al revés. Y siempre queda un gran vacío, que en mi caso es la literatura medieval, pero…¿Hablas sólo de novela?

De todo. Yo leo a Nietszche, muy actual, y Nietszche me lleva directo a Horacio y a Salustio. ¿De quién aprendí a escribir yo? Tanto Nietzsche como Schopenhauer coinciden: no se puede aprender a escribir sin los romanos. Mucha gente me dice que en El arma en el hombre el lenguaje está muy castigado. «¿Por qué castigas tanto el lenguaje?», me dicen. «Lean a Tácito», les digo. Hay toda una concepción del estilo donde no deben sobrar las palabras. Una palabra que sobra es estorbo.

¿Opinas, como Borges, que en las novelas sobran, generalmente, una gran cantidad de páginas?

Ciertamente, en algunas.

¿Como cuáles?

Te voy a poner un ejemplo al revés. Tú tienes «El asno de oro» (Las metamorfosis), escrito en el siglo ii de la era cristiana por Apuleyo, y que tiene unos trescientos o cuatrocientos folios y, paralelamente, en el mismo siglo, Luciano de Samosata escribe un cuento que también es «El asno de oro», sólo que en unos treinta folios. ¿Quién la escribió primero? ¿Quién le copió a quién? ¿De dónde viene la historia? A algunas novelas les sobran palabras. Yo creo que a las buenas novelas no les sobran palabras, a las novelas novelas.

¿Cien años de soledad?

Habría que preguntarse si puedes agarrar la historia de Cien años de soledad y contarla en un cuento de cuarenta páginas como en el caso de «El asno de oro». Lee la versión de Luciano de Samosata y es un buen cuento, un buen relato largo, pero no tiene lo que está en Apuleyo: en Apuleyo hay todo un misterio esotérico, un desarrollo de la trama y una cantidad de nuevas acciones que lo hacen distinto, superior.

«El asno de oro»… cuentos dentro de cuentos…

Es el modelo. La primera novela novela que se haya escrito, hasta donde entiendo. Los debates sobre qué es novela y qué cuento son, si no inútiles, extraños, ajenos. La verdadera obra ­no la obra encargada, o hecha para ganar dinero, o para llenar las necesidades de un editor­ trae en sí sus dimensiones. De mi relato El arma en el hombre alguien me dijo en Madrid: «Oye, pero hubieras podido alargar más.» «Al contrario», le digo, «¡si le saqué cuarenta folios!». No me interesa alargarlo.

¿Trabajas con un esquema previo, como Flaubert?

A veces sí, a veces no. Lo más sorprendente es que una de las tramas más redondas que tengo es la del Baile con serpientes. No tenía ningún plan, me senté a escribirla como zombi…

¿Tienes lectores ideales?

Yo creo que un escritor quiere siempre atraer la mayor cantidad de lectores. Creo que eso es un hecho inevitable, de sentido común. Yo no tengo lectores ideales, me leen mis amigos primero. Me lee el círculo que me rodea y donde siento la simpatía, los respetos, la energía, los mundos que se comparten, pero probablemente porque provengo de una zona del planeta donde el mercado de lectores es muy reducido. Uno, en realidad, no tiene la concepción que puede tener un escritor de un país donde se vive del mercado: en Latinoamérica los escritores no viven del mercado. Algunos sí, pero poquísimos. Siempre se vive de actividades paralelas o becas, como en el caso de los escritores mexicanos, pero en todo caso se vive del Estado, no del mercado. Son los contribuyentes quienes mantienen a los escritores. A nosotros la debilidad que nos da la ausencia de un mercado amplio que nos permita sobrevivir de la venta de libros nos da, por otro lado, mucha libertad: pensamos muy poco en el lector. Se escribe porque se necesita escribir…

El Robocop de El arma en el hombre aparece ya en La diabla en el espejo, ¿de dónde sale?

Yo creo que hay varios elementos que se juntan. Por un lado, la cultura norteamericana violenta que se difunde a través de los medios y afecta a toda Latinoamérica; por otro lado, la cultura militarista norteamericana como factor de desarrollo de máquinas criminales a lo largo y ancho del planeta. Robocop es un anti-héroe. Un tipo que casi no tiene sentimientos ni pensamientos, y que, a través de una larga guerra, un largo entrenamiento y un ejercicio permanente de la violencia como oficio, llega a niveles de deshumanización sorprendentes. Es como la síntesis de esa violencia. Robocop no es malo: su oficio es matar. En Latinoamérica la ficción siempre se queda corta, la realidad es tremenda. La vida no tiene valor en Centroamérica. En España la vida vale mucho; los procesos mentales y emocionales para llegar a la decisión de matar a alguien son muy largos.

¿Qué opinas de la guerra lingüística entre España y Latinoamérica?

Es una actitud imperial vieja la de España. Es como una viejita necia con eso del idioma. Entiendo que los latinoamericanos, tras el imperialismo español, quieran su revancha, pero para mí un español más rico sería el resultante de ambas culturas, ¿no? Claro que sí. Yo creo que la actitud debe ser el respeto y el esfuerzo por comprender. Y hay un factor más importante: para Latinoamérica es más relevante, influyente y determinante el inglés de EEUU que el español de España. Vengo aquí y escribo pick-up. En España, en los ’60, era un tocadiscos y ahora nadie sabe lo que es, pero desde Tierra del Fuego hasta México saben lo que es un pick up. Es un problema complicado. En nuestro español comienza a tener más influencia, a todos los niveles (sintaxis, vocabulario, visión de mundo), el inglés estadounidense que el castellano o el español que se habla en España. Sigue siendo castellano, nos seguimos entendiendo, pero la corriente más renovadora y más cambiante, no sé si para bien o para mal, probablemente muchos digan que para mal, viene de ahí. Son hechos, facts.

¿La experimentación con la lengua se está llevando a cabo en América?

La mutación, más que la experimentación. Es una mutación impuesta por el Imperio. ¿Quién controla el planeta?: EEUU. ¿Cuál es su frontera?: América Latina. ¿Quién recibe el impacto más fuerte?: América Latina. Nunca ha habido, desde los tiempos de Roma, un imperio político y económico tan poderoso como EEUU.

¿Así explicas el boom latinoamericano del siglo xx?

La narrativa en general sigue una rotación que tiene mucho que ver con continentes y culturas emergentes. La gran narrativa del xviii ­Defoe, Swift, Lawrence Sterne, Richardson…­ fue inglesa. Puedes encontrar grandes narradores en otras lenguas, pero son excepcionales. No hay una gran novela española del xviii. El xix prácticamente está dividido entre los franceses y los rusos. Hay una primera parte tremenda, un gran siglo francés ­Flaubert, Stendhal, Balzac…­, y una segunda mitad rusa. El caso de los rusos me llama mucho la atención. Madame de Staël cuenta en sus Memorias que viaja por Rusia a principios del siglo xix ­va huyendo de Napoleón­ y hace un retrato de la cultura rusa impresionante: «aquí no hay un solo escritor, esto es un páramo, todos son militares»(pienso yo en la Latinoamérica de finales del xix, principios del xx). Pushkin estaba comenzando a escribir. Treinta años después comienza aquella literatura en grande: Gógol, Turgéniev, Tolstói… En el siglo xx, toda la primera mitad se la come la literatura gringa y la segunda es latinoamericana, en buena medida. Quizás ahora venga la africana, pero el problema es que son lenguas las que se expresan, no continentes. Tiene que ver con el despertar de una cultura. Así fue en la Rusia zarista y en la Inglaterra del xviii. El boom literario de principios del siglo xxi quizá vendrá de Asia y África escrito en inglés.

Para Asia ya es así.

Ahora es todavía marketing, habrá que ver si se convierte en grandes obras.

Hace poco, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez elogió la nueva literatura centroamericana citándoos a ti, a Carlos Cortés y a Rodrigo Rey Rosa. Rodrigo admira mucho tu trabajo. ¿Dónde lo conociste?

En un bar en Guatemala, casualmente. Probablemente en 1996. No recuerdo el año.

¿Hay algún escritor contemporáneo latinoamericano que te interese, aunque no lo conozcas?

Uno apuesta por los cuates, ¿verdad? Pero hay gente a la que no conozco, que he leído y que me ha gustado mucho, como Piglia ­no ahora que lo han «descubierto» en España, estoy hablando de hace catorce, quince años, cuando yo leí su novela Respiración artificial: me gustó mucho. Y Rubén Fonseca, en Brasil, a quien no conozco (probablemente pudiera ser mi abuelo o mi padre): lo admiro muchísimo, no creo que lo conozca nunca y lo leo desde hace veinte años… Pero la mayoría de los que me gustan están muertos.

¿Cuáles son los mejores novelistas o cuentistas latinoamericanos en tu opinión?

¿Aparte de Borges, de Rulfo, en los que todos coincidimos? Muchos te pueden decir García Márquez y Vargas Llosa, pero siempre con un «pero». Yo creo que uno de los grandes cuentistas latinoamericanos es Julio Ramón Ribeyro, el peruano que murió en el ’95. Y no puedo dejar de mencionar a Onetti. Cortázar es un gran cuentista. Pero no sé, para mí la obra de Cortázar ha envejecido un poco. Ahora, a los cuentos de Ribeyro sí vuelvo; para mí son más esenciales como lector. No estoy hablando de trascendencia: nos encontramos de aquí a cien años, como quien dice, a ver qué queda de todo eso…

¿Escribes de forma compulsiva u ordenada?

En algunos libros, compulsiva; otros, ordenada. La diabla, El asco, El baile con serpientes fueron compulsivos. La diáspora, ordenada. Cada libro es distinto. El arma en el hombre, ordenada.

Ver: http://www.lateral-ed.es/revista/articulos/84caste.html

Deja un comentario